La siguiente entrada fue escrita alrededor del día 3 de julio -pedirle al despiste hecho carne que recuerde el día exacto es como pedirle peras al olmo- pero he esperado a publicarla hoy, puesto que así he podido añadir alguna imagen para ilustrar un poquito el viaje.
"Teresa, ¿tú te vendrías este año a Lourdes?"; así me lo propuso mi amiga Mila. ¡Y cuánto le agradezco el ofrecimiento! Llegué ayer con una "penalegría" tal que si me dicen que en media hora (mejor tres cuartos) sale un autobús hacia allá, lo asaltaría a galope como si de un tren del Oeste se tratara.
08:00 de la mañana ¡al fin llegamos, bien! Ahora a descansar ¿no? Bueno, teníamos esa golosa opción después de 12 horas en ese cuchitril transiberiano vulgarmente llamado autobús, pero creo que nadie viajaba con intención de echarse un rato habiendo tanto por hacer y tantas ganas para hacer, así que ¡manos a la obra! Los días eran largos pero no se hacían, en absoluto, largos -valga la redundancia-. Mi papel allí era, por una parte, el de acompañar a los enfermos en carros durante las visitas, y por otro, cumplir mis horas en el control médico del hospital así como ejercer de enfermera en los actos.
Ha sido una experiencia muy, muy gratificante: primero a nivel humano pero también profesional, ya que es la primera vez que he formado parte, como enfermera titulada, de un cuerpo médico. Poner insulinas en un albergue-hospital de pacientes con todo tipo de patologías es toda una aventura. ¡Ay, Señor! ¡Creo que en cuestión de tres horas tuve que correr lo que no alcanzaría Usain Bolt en un año!
En cuanto al tema de la convivencia, decir que en Lourdes se crea una especie de microcosmos. En general, la gente que acude tiene un mismo fin: darse a los demás tratando de hacer feliz al otro (en mi opinión, la clave del amor). Cada uno aporta lo que tiene: hay quien ofrece su alegría; otros, su calma y serenidad, disciplina... Hay quien da tranquilidad y apoyo, y quien ofrece su música, sus chistes, anécdotas o experiencias. Se genera una complicidad y un compañerismo tal que me entusiasmo solo de recordarlo. Algo que también destacaría es el hecho de que no hay edades que separen a los que participamos de este viaje: el niño de 2 ó 7 años, el adolescente de 15, el energúmeno de 20, el adulto de 40 y así hasta el más anciano podrían comer juntos en la misma mesa, de la misma manera que una patología no constituye un problema para compartir el espacio. Hubo dos personas a las cuales, como a otros tantos, me encantó conocer: a Gema y a su marido, personas siempre dispuestas. Ambos dos, coordinadores dentro del grupo Scout y parte del equipo médico, que acudieron son su hijo de 2 años, Nicolás. ¡Cómo alegraba este niño el hospital! ¡Qué agradables nos hicieron las veladas, y qué entretenidos los turnos de trabajo! En Lourdes cada uno da lo mejor de sí aún estando cansado, aún habiendo trabajado todo el día. Pero bien es verdad que desde que pones tus pies allí cuentas con una energía tal que podría calificarse de inagotable.
Considero que este viaje ha sido muy enriquecedor a nivel personal, mucho. La gente es una, el trabajo en equipo está a la orden del día; es como una gran familia. Si discutes, lo haces como harías con hermanos. La compañía es constante: la que ofreces y la que recibes. Hay momentos en que cuentas con ella y otros en que tú la proporcionas, lo que es realmente gratificante. Si siempre lo he pensado, ahora lo corroboro: la verdadera felicidad es compartida. Con tus amigos, pareja, familia, etc. o al menos así lo es para mí. Al cansancio, los pies mojados, las horas de parón, etc., se oponen una mente depejada y unas ganas bien despiertas para repetir experiencia. El hacer un buen uso de las posibilidades y oportunidades que este lugar nos ofrece, la convivencia hora a hora, minuto a minuto con personas que, como ya he dado a entender, dan desinteresadamente lo mejor de sí hace que me pregunte ¿no será este el verdadero milagro de Lourdes?
Dejo una imagen que ilustra muy bien el viaje y añado alguna más... Por puro placer.
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Mis pinitos como enfermera |
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